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Ya en cines la primera película sobre él.
Sus iniciales son las siglas más reconocibles del mundo de la moda, al que revolucionó durante cuatro décadas con su talento desmesurado y excesivo. Considerado el último gran ‘couturier’, Yves Saint Laurent es un mito contemporáneo cuya vida, llena de luces y sombras, inspira dos películas.
MásPasión, envidias, fama, dinero... La realidad siempre supera la ficción. Por eso la vida de Yves Saint Laurent estaba destinada a convertirse en una película. Este año podremos ver dos producciones francesas sobre el diseñador.
La película que se estrena ahora, Yves Saint Laurent, cuenta con la aprobación de Pierre Bergé, a quién emocionó el increíble parecido del actor protagonista con el diseñador.
Cuando la última modelo cruzó la pasarela y las luces se apagaron, de la penumbra surgió una voz familiar que entonaba una conmovedora canción del pasado. Catherine Deneuve, la musa eterna de Yves Saint Laurent, esperaba, junto a Laetitia Casta –las dos luciendo esmoquin negro, señal de identidad de la casa–, al son de Ma plus belle histoire d’amour, para recibir al hombre que durante cuarenta años había tejido sus sueños y los de miles de mujeres en el mundo.
Aquel 22 de enero de 2002, el Centro Pompidou de París rompía en un apoteósico aplauso para homenajearle en la noche de su último desfile de alta costura. Una minuciosa puesta en escena que servía de repaso general a toda su carrera, a modo de canto de cisne que el maestro saldó entonando un elegante au revoir, quizás asumiendo lo que todo el público se negaba a admitir: que nunca más volverían a verse: “Mi vida es una historia de amor con las mujeres que no acabará jamás”, afirmaba. Una vida cargada de excesos, tan agitada como brillante, en la que no conoció ningún tipo de límite y en la que disfrutó de ser glorificado como uno de los más grandes diseñadores del siglo XX.
Ricas herederas famosas
Pasión, envidias, fama, dinero... La realidad siempre supera la ficción. Por eso la vida de Yves Saint Laurent estaba destinada a convertirse en una película. Este año podremos ver dos producciones francesas sobre el diseñador.
La película que se estrena ahora, Yves Saint Laurent, cuenta con la aprobación de Pierre Bergé, a quién emocionó el increíble parecido del actor protagonista con el diseñador.
Cuando la última modelo cruzó la pasarela y las luces se apagaron, de la penumbra surgió una voz familiar que entonaba una conmovedora canción del pasado. Catherine Deneuve, la musa eterna de Yves Saint Laurent, esperaba, junto a Laetitia Casta –las dos luciendo esmoquin negro, señal de identidad de la casa–, al son de Ma plus belle histoire d’amour, para recibir al hombre que durante cuarenta años había tejido sus sueños y los de miles de mujeres en el mundo.
Aquel 22 de enero de 2002, el Centro Pompidou de París rompía en un apoteósico aplauso para homenajearle en la noche de su último desfile de alta costura. Una minuciosa puesta en escena que servía de repaso general a toda su carrera, a modo de canto de cisne que el maestro saldó entonando un elegante au revoir, quizás asumiendo lo que todo el público se negaba a admitir: que nunca más volverían a verse: “Mi vida es una historia de amor con las mujeres que no acabará jamás”, afirmaba. Una vida cargada de excesos, tan agitada como brillante, en la que no conoció ningún tipo de límite y en la que disfrutó de ser glorificado como uno de los más grandes diseñadores del siglo XX.
La infancia del pequeño Yves transcurrió a principios de los años cuarenta en la ciudad argelina de Orán, por entonces colonia francesa. Nacido en el seno de una familia acomodada, desarrolló su gusto estético desde muy temprano. Su hermana Brigitte le recuerda “esperando ansiosamente la visita semanal que la costurera de mamá hacía a casa. Se sentaba con ellas, estudiaba todo el proceso y opinaba sobre los nuevos estilos, sobre los que había leído en las revistas que llegaban de París”.
Su talento precoz y su sensibilidad artística ya quedaron patentes cuando a los ocho años hacía vestidos con retales para las muñecas de sus hermanas, y escribía las invitaciones para que la familia acudiera a sus ‘desfiles de costura’. Con catorce años quedó finalista en un concurso de diseño y acudió a París por primera vez, con su madre, para recoger el premio. Allí, su destino se reveló y, al pasar frente a la boutique de Christian Dior en el 30 de Avenue Montaigne, afirmó con convicción: “Algún día trabajaré ahí”.
Apadrinado por Michel de Brunhoff, director de Vogue Francia, ingresó a los dieciocho años en la parisina Escuela de la Cámara Sindical de la Costura, donde compartió pupitre con otra joven promesa llamada Karl Lagerfeld. Su relación se deterioraría a través de los años por las envidias y los celos (profesionales y personales). Pero Yves era demasiado impetuoso e inquieto para la vida estudiantil y rápidamente se encargó de cumplir la profecía que le hizo a su madre. Ese invierno estaba ya trabajando como asistente en el estudio de Dior, la mayor casa de costura de la época.
Durante tres años se ganó la confianza y la admiración de Monsieur Dior, quien vio en él a un digno sucesor. Pero los acontecimientos se precipitaron una mañana de otoño de 1957, cuando el diseñador murió de un repentino infarto y Saint Laurent pasó a ocupar con 21 años el trono más codiciado de la moda. Su primera colección, bautizada con el nombre de Trapèze, por la forma piramidal de los vestidos, alteró todos los códigos de la maison y supuso la primera gran ovación de las miles que recibiría a lo largo de toda su vida. Fue un éxito tan precoz como merecido, que, sin embargo, supuso para él un metafórico látigo con el que flagelarse. Y es que, como todo genio, el suyo era un don que le convertía en una persona rebosante de creatividad, pero a la vez sumida en una eterna insatisfacción y timidez con la que tuvo que aprender a convivir.
Fue precisamente en la cena con la que celebró su triunfal debut donde Yves conoció a Pierre Bergé, un empresario acostumbrado a frecuentar los círculos artísticos parisinos. Entre su mejores amigos se encontraban Cocteau, Louis Aragon, Camus, Sartre o André Breton. El magnetismo entre ambos fue instantáneo y surgió una relación tan fuerte que duró cincuenta años, a pesar de los altibajos, hasta la muerte del diseñador. Como el mismo Bergé afirmó: “Vi en él a alguien con un inmenso talento. Es muy misterioso e introvertido pero desentrañé su enigma rápidamente”.
Juntos se convirtieron en una de las alianzas más fuertes del mundo de la moda, sobre todo cuando la vida de Saint Laurent se desmoronó como un castillo de naipes en 1960. En septiembre de ese mismo año fue llamado a filas para cumplir el servicio militar en Argelia. A los veinte días de ingresar sufrió una crisis nerviosa y tuvo que permanecer en el hospital con un fuerte tratamiento psicológico hasta noviembre. En ese ínterin, la dirección de Dior le destituyó repentinamente de su puesto, dejándole a su suerte. Pero lejos de caer en el desánimo, la pareja sorteó la adversidad y comenzó a planear la creación de su propia casa de costura, que vio la luz al año siguiente.
Ni siquiera ser el diseñador de alta costura más joven de la historia era suficiente para Yves. Tras haber creado una marca cuya base era un monumento a su personalidad, sus aspiraciones se movían en la dirección que soplaban los nuevos tiempos. Así nació Rive Gauche, la línea de prêt-à-porter con la que decidieron obsequiar a las mujeres que no podían acceder a sus prohibitivas creaciones, solo aptas para las damas de la alta sociedad. El nombre hacía referencia a la orilla izquierda del Sena, y sus connotaciones sociales apoyaban esa nueva identidad femenina que, tras el mayo del 68, recorría Francia y Europa. A la larga fue además un hábil movimiento hacia la democratización de la moda, pues supo aprovechar la incipiente crisis que se cernía sobre las casas de costura: ese año cayeron de 39 a tan solo 17.
La agonía y el éxtasis
En una década, Saint Laurent había alcanzado el estatus de oráculo de la moda, una estrella de reconocimiento mundial incontestable, versátil y con una brillantez que parecía inagotable. Parapetado tras sus icónicas gafas de pasta, había dado vida a un universo tan personal como cautivador.
Durante los años setenta vivió en un constante estado de gracia que se cristalizó en colecciones como la llamada Opera, inspirada en los ballets rusos, un lujurioso alarde de teatralidad y escapismo estético que durante casi tres horas cautivó a los asistentes y los dejó al borde de las lágrimas.
Sin embargo, su vida personal se desmoronaba. Abrumado por tener que diseñar cuatro colecciones al año, declaraba: “Yo mismo he creado la soga que llevo al cuello. Soy un prisionero de mi propio imperio”. Inmerso en una espiral de alcohol y drogas (llegaba a beber cuatro litros de pastis al día y fumar 120 cigarrillos), vivía aislado entre su apartamento-torre de marfil en Rue de Babylone y su villa de Marrakech, un paraíso de excesos sacado de sus ensoñaciones orientales y donde se abandonaba al ostracismo de sus vicios más ocultos. Pero este comportamiento autodestructivo tenía una explicación, como Bergé confirmó muchos años después: “Yves era maniaco depresivo y obsesivo compulsivo”. Fue precisamente a consecuencia de una de esas terribles crisis cuando la pareja tuvo una gran discusión y Bergé se trasladó a vivir a una suite del Hotel Plaza Athénée. Aunque su relación no se rompió, nunca más volvieron a vivir juntos.
Tras décadas de extravagancias y alardes creativos, los años ochenta fueron una sucesión de constantes depresiones de las que nunca se recuperó. En 1998 dejó de diseñar prêt-à-porter y puso Rive Gauche en manos de Tom Ford, quien renovó la marca dándole un aire que cruzaba peligrosamente la delgada línea que separa la sensualidad de la vulgaridad. La opinión de Saint Laurent era concisa: “El pobre chico hace lo que puede”, dijo públicamente.
La retirada final no se hizo esperar y en 2002 se rodeó de todos sus amigos en el Centro Pompidou para despedirse sin reparar en artificios con la última colección de alta costura. Hasta su muerte, el 1 de junio de 2008, el maestro permaneció apartado de la realidad, acompañado siempre por Bergé (“un águila de dos cabezas”, como Yves se refería a su unión). Con él se llevó la satisfacción de haber convertido su obra, no en piezas de arte, como muchos se empeñan, sino en el instrumento que liberó a la mujer.